sábado, 25 de octubre de 2008

ANTINATURAL

ANTINATURAL

Era un día como otro cualquiera. Un día más que se iba a sumar a la larga lista de días vividos. Una lista de días iguales que amenazaba con no acabar. Se sucedían uno tras otro como una hoja pasa tras otra en un buen libro.
El sol había despedido el día, y la luna iluminaba un cielo trémulo, ejerciendo su eterno trabajo. La luz del crepúsculo atravesaba las finas nubes que amenazaban con ocultar la faz lunar, sin conseguirlo.

Atravesó las calles, bajo la iluminación vieja y amarilla de la ciudad. Luces tristes, apocadas. Soplaba un ligero viento que levantaba las hojas que el otoño había depositado con suavidad sobre las aceras, y una llovizna empezaba a caer, con intenciones poco definidas.
Tenía que apresurarse, si no quería verse empapado.
Apretó el paso, y al cruzar las calles tomó riesgos innecesarios al saltarse varios semáforos en su camino. Los vehículos que transitaban en esos momentos hicieron sonar sus bocinas, pero a él no le importó. Que frenaran. No eran ellos los que empezaban a sufrir los efectos del agua.
Se topó con varias personas en su huida hacía delante, que le dirigieron unas miradas reprobadoras. Tampoco le importó. ¿Por qué la gente tenía que estar siempre en medio de todo? Siempre obstáculos…
Por fin dobló la última esquina, y se metió en el callejón. Dos de las tres viejas farolas no daban luz, y este detalle hacía que se destacara en el fondo la entrada bien iluminada del lugar al que se dirigía. Alrededor de ésta, la luz se iba perdiendo, para dar paso a objetos en penumbra y gente en la sombra, fumando, conversando, bebiendo, riendo. No se paró allí, y se dirigió directamente a la boca del antro.

Afortunadamente había dejado de llover, y la humedad de su ropa empezaba a disiparse.
El portero, guardián de la entrada, le echó una mirada de arriba abajo, hizo un gesto de no gustarle demasiado lo que veía, pero no puso objeción.
Entró, pagó su entrada y bajó las escaleras que desembocaban en una gran sala de techos bajos. El ambiente, como siempre, era claustrofóbico, como sumergirse en una niebla. La gente se convertía en chimeneas ahí abajo, y el humo de tabaco lo envolvía todo.
La música, atronadora y repetitiva, movía al ritmo de los graves todos aquellos cuerpos hacinados en una discreta oscuridad. Apenas se podía ver más allá de cuatro o cinco metros, y se abrió paso entre las figuras para dar una primera vuelta de reconocimiento.
No vio a nadie, así que pensó que la mejor decisión era acercarse a la barra, a tomarse un pelotazo. Algunas chicas le dirigieron miradas, a las que el correspondió con suaves sonrisas. No era el momento. Tenía la cabeza en otro sitio, y ahora era el momento de tomarse una copa. Tranquilamente.
Se quedó en la barra, disfrutando del refrigerio, y observando a la gente que le rodeaba. No solía fumar, pero en ese momento pensó que era lo apropiado. Alternaría un poco de humo con la bebida, y contribuiría con su granito de arena a la niebla característica del antro.
Le pidió un cigarrillo a una chica guapa que estaba a su lado, la cual se lo ofreció a cambio de un beso. Lo malo es que a él no le gustaban las chicas fumadoras. Pero bueno, se lo dio y obtuvo el cigarro. La misma chica le dio fuego, pero él se dio la vuelta y siguió con lo suyo.
Tiró el cigarrillo a medias, y apuró la copa. Se dispuso a dar una segunda vuelta. Había entrado mas gente, y le costó un poco mas de trabajo abrirse paso entre el gentío.
De repente los vio, en la barra del fondo, moviéndose frenéticamente al ritmo de la música. Sus amigos. Se aproximó, y llegó hasta ellos después de algunos codazos. Los saludó, y comprobó que a esas alturas las pupilas de sus amigos ya no respetaban su tamaño habitual. Lo acostumbrado. Lo de siempre.
Con ellos las cosas funcionaban despacio, casi sin pasar. Perdidos, andando por los bares. Las noches siempre eran iguales.
Él recordaba, y pensaba que con ella era mejor. Ya no conseguía divertirse por ahí.
Pidió una segunda copa, y buscó un rincón con luz, y se sentó en uno de los numerosos sofás que habitaban en el local, rodeado de parejas que se abrazaban desesperadas, con ansías, y de grupos de gente que seguían trabajando sus hígados entre humo y humo..

Meditó mientras sorbía trago tras trago, y de repente se levantó como impulsado por un resorte.
Atravesó la marea de gente, dejando atrás a sus amigos, los cuales estaban sumergidos en su fantasía de alcohol, música y sustancias prohibidas. Lo hizo con urgencia, como si el tiempo se le escurriese entre los dedos como arena.
Subió las escaleras rápidamente, y por fin emergió a la tenue luz de la superficie. El aire fresco de la noche lo golpeó de una manera agradable, y aspiró una bocanada que le supo a gloria. Observó lo que le rodeaba, y supo que quería escapar de aquel lugar infestado de mundanidad.
Echó a correr, atravesando las calles amarillas, pasando farola tras farola, devorando el asfalto. Tenía que salir de allí. De repente odiaba el paisaje urbano, y los edificios se le antojaban moles que le impedían disfrutar de un paisaje natural. Se aproximaba a pasos agigantados a los límites de la metrópoli, iba en su búsqueda. Tenía que huir. Tenía que alejarse para volver a encontrarla. Fue necesario alejarse para llegar de nuevo a su lado.

El asfalto se estaba acabando, y él no veía el momento de pisar otro terreno.
Entonces llegó al límite, y el suelo negro de la ciudad se transformó en tierra blanda, y los edificios desaparecieron como por arte de magia para dar paso a grandes espacios abiertos. La luz vieja de la gran ciudad se terminó, y apareció una gran luna que iluminaba con su luz triste y azulada los claros.
Le costó un breve instante acostumbrarse a las nuevas circunstancias. Respiró profundamente, y prestó atención a los nuevos sonidos, entre los que no se incluían los propios de la ciudad. Los coches, las motos, la gente, daban paso al silencio acompañado de grillos y pájaros que todavía no se habían acostado.
Reanudó su carrera, y entonces se vio rodeado de árboles, altos, frondosos, tupidos. Entre sus densas ramas se colaban débiles algunos rayos lunares, que permitían una visión suficiente para continuar el camino.
Empezaba a oírse el agua correr, algunos riachuelos pasaban cerca de su ubicación, y los insectos tenían una pequeña fiesta organizada, como se deducía de los sonidos del bosque.
Tuvo que detener su paso raudo, ya que la vegetación del bosque se lo impedía. Avanzó con sigilo, recreándose en la sensación de libertad que le proporcionaba sentirse lejos de todo.
Se detuvo, y tras unos segundos de incertidumbre, decidió variar el rumbo. Giró a la derecha, y estuvo a punto de caer por culpa de una piedra oculta entre la maleza. Los arañazos se iban sucediendo, pero él ni siquiera se daba cuenta. Sólo pensaba en lo único que le importaba.
No sabía cuánto tiempo llevaba en el bosque, pero, en contra de lo que se pudiera creer, cuanto más tiempo pasaba, más se alegraba. Porque ello significaba que el desenlace estaba próximo, y este pensamiento hacía que el cansancio no hiciese mella en su estado físico. El cansancio era positivo.
Volvió a pararse, rodeado de árboles, pero con la vista fijada en un único árbol, aislado de los demás. Parecía como si el resto de árboles no lo quisieran cerca. Era el árbol elegido y a su alrededor todo estaba limpio de maleza. Sólo una capa de fina hierba rodeaba el árbol en un radio de unos diez metros, como si el resto de vegetación hubiese decidido alejarse del árbol, mostrando un respeto.
En ese pequeño claro en medio del bosque la luz era más intensa, ya que la luna no encontraba la oposición de las gruesas y pobladas ramas.
El viento silbaba a través de las hojas, agitándolas y provocando leves susurros entre ellas. El silencio, salvo este detalle, era absoluto.
Y entonces vio lo que había ido a buscar. En la base del árbol, acurrucada y con los ojos cerrados, como si durmiera plácidamente, había una persona. Era ella.
Lo había estado esperando toda la noche, porque sabía que iba a venir, pero el sueño la había vencido.
Se acercó lentamente, temiendo despertarla. Cuando hubo llegado a su lado, se puso de rodillas y la observó. Una breve sonrisa se dibujaba en su cara, mientras su melena rubia se agitaba levemente al son de la brisa.
Se quedó un rato disfrutando lo que su vista le ofrecía, hasta que volvió a perder la noción del tiempo.
Ella abrió los ojos, y la mirada serena de ella se posó en los ojos de él. La observación mutua era suficiente, y con sus miradas se fundían en un solo ser.
Él la cogió de las manos, y la ayudó a incorporarse. Ya no la soltó, y los dos se internaron entre los ruidosos árboles, corriendo, huyendo, alejándose de todo una vez más. Sin mirar atrás.
Con ella las cosas funcionaban deprisa, casi sin pasar. Perdidos, vagando por los bosques. Las noches ya nunca serían iguales.
Con ella era mejor.

Los Piratas, temazo del que para mí es su mejor álbum, Ultrasónica. Cuando te duermas.

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